Notas

Ricardo Palma, un ciudadano ejemplar

Marco Martos Carrera
Academia Peruana de la Lengua, Perú
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú

Boletín de la Academia Peruana de la Lengua

Academia Peruana de la Lengua, Perú

ISSN: 0567-6002

ISSN-e: 2708-2644

Periodicidad: Semestral

núm. 68, 2020

boletin@apl.org.pe

Recepción: 18 Junio 2020

Aprobación: 14 Septiembre 2020



DOI: https://doi.org/10.46744/bapl.202002.012

Los peruanos celebramos a Ricardo Palma en estos cien años de su partida a la eternidad. Su nombre está en nuestro corazón junto a los del Inca Garcilaso, César Vallejo y José María Arguedas porque en sus escritos y en todos los actos de su vida rezumó amor por nuestra patria y tuvo confianza en el porvenir. Lo llamamos, por eso, un ciudadano ejemplar.

En 1833, la ciudad de Lima lucía otra vez lozana. Cual ave Fénix, levantaba su vuelo reponiéndose del terremoto de 1746 que la había dejado en escombros. La catedral volvía a ser hermosa y desde el Palacio de Osambela, eregido en 1798, podían verse desde su orgullosa azotea, sin catalejo, los barcos que llegaban a la rada del Callao. En la calle de Puno, hacia la mitad de la cuadra, había una casa de dos pisos de muros macizos, de adobe bien asentado, con ancho portón y ventanas de reja y un largo balcón. Tenía patio empedrado con los cantos rodados, sala, habitaciones modestas. Por las noches, velas y lamparines proyectaban figuras fantasmales en las paredes y se escuchaban historias de aparecidos, de jinetes sin cabeza, de hermosas mujeres con olor a lavanda y romero. En esa casa, el martes 7 de febrero de 1833, nació Manuel Ricardo Palma Soriano, como lo precisó Raúl Porras Barrenechea. Poco sabemos de sus padres, Pedro Palma y Dominga Soriano, salvo que don Pedro, según sus amigos, era un «honrado ciudadano cuyo comportamiento le ha granjeado el afecto de todos los comerciantes peruanos y extranjeros de esta capital»; un comerciante en géneros. Probablemente, esa fue la razón por la que Manuel Ricardo Palma hizo estudios de contabilidad.

En su niñez y adolescencia, Manuel Ricardo, que poco a poco escogió solo nombrarse Ricardo, fue poblando su imaginación de los decires, los sueños y las monsergas de su querida ciudad. Duendes y leyendas iban volviendo supersticiosas a las personas. Estaban también los fantasmas vivos, los bandoleros escondidos tras las tapias, los forajidos que robaban a las damas en los callejones, los malandrines que cometían sacrilegios asaltando las iglesias, robando las joyas a la Virgen, apoderándose de las Custodias, pignorando esos tesoros por muchos o pocos pesos, y conseguían con sus actos el castigo eterno en la memoria de la gente. Siendo estudiante, alumno de don Antenor Orengo, en 1848, Palma se vio por primera vez elogiado en el diario El Comercio, en el cual se felicitaba al maestro Orengo diciendo que sus alumnos habían sido «sumamente lúcidos» y que demostraban «el empeño y contracción de su director, profesores y alumnos durante el año escolar». En ese suelto, Palma era elogiado por sus notas en matemáticas, contabilidad y nociones de economía política; sin embargo, a estas alturas de su vida todavía era un «mataperro» que tenía el diablo en el cuerpo, que prefería bañarse en el río, salir de excursión a los confines de la ciudad para ver cómo se balanceaban los cadáveres de los bandoleros caídos en lucha con la fuerza pública.

En esos años de juventud de Ricardo Palma, la literatura peruana se expresaba principalmente a través de la llamada literatura costumbrista, que se difundía en los periódicos a través de artículos y que consistía en la descripción de tipos locales con el objetivo de promover el progreso social criticando los hábitos que hacían daño al bienestar general. El costumbrismo fue introducido en el Perú por Felipe Pardo y Aliaga (1806-1868) en El espejo de mi tierra, revista satírica, fundada, dirigida y escrita por el propio Pardo, publicada en 1840 y que hasta hoy es lo mejor de este tipo de literatura. Dos de los textos de Pardo son antológicos y se leen y disfrutan con provecho: «El paseo de Amancaes» y «Un viaje». En «El paseo de Amancaes», había una excursión a la pampa de Amancaes que desde la época del Virreinato se realizaba cada 24 de junio con motivo de la fiesta de San Juan. Pardo escoge como protagonistas a don Pantaleón y doña Escolástica, una pareja que conserva una mentalidad y unos comportamientos coloniales, quienes tienen numerosos hijos, sirvientes y allegados. Don Pantaleón es indolente, inepto, dependiente de su esposa; Doña Escolástica, quien administra todos los asuntos del hogar, es de mentalidad cerrada y está en contra de toda independencia intelectual. Por otro lado, en «Un viaje», satiriza la actitud provinciana y dubitativa de un criollo de clase alta: a pesar de ser un hombre de más de cincuenta años, don Gregorio es mimado por sus hermanas, quienes lo llaman niño Goyito y en efecto, el protagonista no ha dejado de ser un párvulo que nunca ha aprendido a tomar decisiones ni a asumir responsabilidades. Tiene un negocio urgente en Chile, pero aplaza constantemente la decisión de emprender el viaje y siempre consulta a otros: a su confesor, su médico y sus amigos.

Pardo está muy lejos de ser ese conservador como se le califica con apresuramiento. Hay otros costumbristas que Palma alcanzó a leer y están en el sedimento de su obra principal, Tradiciones peruanas: Ramón Rojas y Cañas (1830-1881), Manuel Atanasio Fuentes (1820-1881) y Manuel Ascencio Segura (1805-1871). Conoció bien los escritos periodísticos de estos autores, se nutrió de ellos y, con las telarañas de su imaginación y su gran talento, supo convertirse en el gran autor que celebramos. Pero eso no ocurrió, como es natural, de un momento a otro. Inició su carrera literaria como poeta y dramaturgo, mostró interés por la investigación histórica y escribió una obra que se convirtió en el más inmediato antecedente a su espléndida madurez: Anales de la inquisición en Lima (1863), que, hasta donde sabemos, es la primera obra americana que trata sobre esta temida institución que hunde sus raíces en la reconquista cristiana de los territorios que estaban en poder de los musulmanes en la península ibérica. Asunto tan complejo que Palma trata con naturalidad. Nos cuenta las peripecias que atravesaban los acusados, paseados con un hábito verde que llevaba su propia figura, llamado San Benito, los juicios de opereta, la condena de verdad. En la sala donde permanecía el acusado, había un Cristo crucificado que decía sí o no a las preguntas que le hacían mediante un ingenioso sistema de cuerdas que un ujier del Santo Oficio oculto manejaba a voluntad. Palma no dice invectivas contra la institución, sino que la describe y, con sus punzantes palabras, nos ayuda a formarnos un juicio sobre la manera como se actuaba en nombre de la verdad religiosa. La España de las tres religiones de Alfonso X se había transformado en la imagen de la intolerancia con el correr de los años. Mientras recorremos las páginas del pequeño libro de Palma, advertimos también la decadencia de la institución estudiada: conforme pasa el tiempo, la persecución de los herejes se vuelve menos importante; otros asuntos preocupan a los inquisidores, los vientos de independencia que empiezan a soplar en todo el imperio, por lo que los pecados mortales se van transformando en veniales y merecen penas más leves. Palma no volvió a ocuparse del tema y pudo ver, a lo largo de su vida, cómo otro estudioso, el chileno Toribio Medina, cogía el cálamo y escribía obras sobre la Inquisición en Santiago de Chile, en Buenos Aires, en México y en Filipinas.

Son muchos los estudiosos que se preguntan por el significado último de la palabra tradición en las manos de Palma. Ciertamente, no es un cuento, no tiene siempre un final redondo; sí tiene una anécdota, generalmente histórica, un episodio de la historia nacional narrado siempre en un tono conversacional, con profundo sentido del humor. Menéndez Pidal solía decir que los españoles sienten poética la historia y eso vale para Palma respecto de los aconteceres del Perú. Cuando los datos eran insuficientes, lo dice Raúl Porras Barrenechea, Palma completaba sus tradiciones con las telarañas de su imaginación. La primera serie de las Tradiciones de 1872 fue seguida en las décadas siguientes por una cantidad inusitada de narraciones que superó las quinientas. El hilo común con el artículo de costumbres es el sentido de pertenencia a una comunidad, la peruana. Pero había una diferencia notable entre ambas formas de practicar la literatura: mientras los costumbristas escribían exclusivamente sobre el presente, sincrónicos respecto de su realidad, Palma procuraba ser diacrónico, tenía una actitud finalmente histórica en todo lo que narraba, lo que fue el quid de todo el inmenso bagaje que fue el corpus central de su escritura. En la época en que escribió Palma, la visión de lo que significaba la historia en el vasto territorio de lo que es el Perú era considerablemente menor a la que se tiene hoy. Pero también existía esa pretensión de abarcar el conjunto de la historia nacional en una gran obra literaria de ficción. El enorme mérito de Palma, tal vez no suficientemente subrayado hasta hoy día, fue distanciarse de la historia oficial: no narrar lo conocido, ni lo hagiográfico, si bien elegía personajes trajinados de la historia nacional como Santa Cruz o Castilla o San Martín. No los describía en los momentos solemnes ni en las horas de triunfo, nos los entregaba cuando recibían otro tipo de luz en su propia intrahistoria (Esta palabra, inventada por Miguel de Unamuno y aceptada corrientemente en la vida académica de hoy, alude a los momentos que aparentemente son de menos importancia pero que constituyen una red de hechos que sustenta la vida cotidiana).

¿Desde qué momento el Perú es una nación? Palma parece responder en sus escritos que esta conciencia de pertenencia, de formar una comunidad con ánimo de tener un futuro juntos, nació en el virreinato. Piensa, como lo dice en la tradición «Un virrey y un arzobispo», que la experiencia colonial fue la que preparó a la república independiente. Con el título Tradiciones peruanas, se propone crear una conciencia nacional que se origina en una herencia que va desde la época precolombina hasta las primeras décadas de la república. Sin embargo, que el núcleo de la mayor parte de las tradiciones esté en la época del virreinato ha servido para que sea juzgado como pasadista. Quienes piensan así están muy equivocados, como José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre lo dijeron en su momento. Palma fue, en el plano político, un demócrata liberal y prácticamente inmune a la nostalgia de un tiempo que no conoció. Reconocía la importancia de la igualdad ante la ley, propio de la República.

Las Tradiciones de Palma, aunque preferentemente desarrolladas en Lima, abarcan todas las regiones del país y se ocupan de diversos grupos que, en cierto sentido, incluyen a todos los peruanos, por lo menos en la imaginación del autor, quien desconocía —como ocurre ahora mismo con millones de peruanos— la importancia de los otros, aquellos que no están incorporados en la modernidad, de ahora o del siglo xix. Palma representa en su escritura a una clase media urbana defraudada durante la República tanto por las grandes familias oligárquicas como por los caudillos militares que emergieron después de la guerra de Independencia. Palma cree en un futuro Perú que elimine los privilegios, pero no es un optimista, como se evidencia en «Los gobiernos del Perú», donde narra cómo Santa Rosa le rogó a Dios una serie de privilegios para su nación: clima benigno, ricos recursos, mujeres bellas y virtuosas, hombres inteligentes. Dios va aceptando cada una de las peticiones, pero cuando la santa le hace la última de las peticiones, que el país tenga un buen gobierno, está ya fatigado y responde como lo haría un limeño: «¡Rosita! ¡Rosita! ¿Quieres irte a freír buñuelos?». Palma comenta que esta es la razón por la cual el Perú ha sido siempre mal gobernado y que tal vez la historia habría sido diferente si Santa Rosa hubiera hecho sus peticiones al revés. La idea subyacente es que la gente es como la sal de la tierra: los peruanos han nacido en un país que tiene un potencial inmenso, pero es desperdiciado por la corrupción de las clases dirigentes.

En sus escritos, Palma va desarrollando una complicidad con el lector de distintas maneras. En primer lugar, su escritura produce una ilusión de oralidad. El narrador se dirige al público como si estuviese conversando alrededor del fuego, exactamente como pensamos que lo hacían los primeros contadores de cuentos, por lo que puede interrumpir el relato con frases que piden la intervención del lector, como «En tal apuro, qué creen que decidió el virrey». Aunque no esperan una respuesta inmediata y real, dan la impresión de la presencia coral del pueblo.

En segundo lugar, Palma refuerza la pertenencia de lectores y narrador a una misma comunidad con expresiones como «nuestros abuelos y nuestros padres», que, una vez más, tejen hilos de solidaridad. En cada una de las narraciones que configuran el grueso de la obra, los ricos y los palanganas no salen bien parados, si bien Palma no es beligerante con ellos. Así ocurre con los nobles que, habiendo chocado sus calesas, no ceden al paso de ningún modo y prefieren dejar sus coches a la intemperie por meses hasta que la autoridad decide quién tiene la razón en tan curioso incidente. En otra tradición, los frailes de San Pedro, contraviniendo las disposiciones de la curia romana, construyen su iglesia con tres puertas, como si hubiese sido catedral. Viendo mellada su autoridad, el arzobispo apela al mismo papa, quien, ante el dilema real en que se encontraba, dispone de manera salomónica que la iglesia mantenga sus tres puertas frente al esfuerzo realizado, pero que no las abra al público al mismo tiempo en ninguna ocasión y por ninguna razón. Solo dos de ellas podían acoger a los feligreses.

Cuando se habla de literatura, suele decirse que hay una literatura innovadora en cada circunstancia histórica, que va de Dante a Borges; una literatura de difusión de aquellas innovaciones, que se consume en el momento de su producción, pero no prevalece en el tiempo, y otra que es producida mayormente en los tiempos de masas, que generalmente es de ínfima calidad y se difunde por los medios masivos. Esta percepción de lo literario, de cierto modo rígida, se está diluyendo poco a poco en los tiempos que corren y la literatura de calidad escoge sus materiales según el interés de un mayor número de personas y simula ser, precisamente, una literatura de masas en el caso de las novelas de mayor éxito. Hasta ahora no se ha dicho con suficiente énfasis, pero Palma, una vez más, es un adelantado en este asunto. Escoge sus anécdotas de lo que sale en los periódicos: escándalos sexuales de los poderosos, crímenes, amores ilícitos, acontecimientos sensacionales, milagros, conductas extravagantes de los ciudadanos. Todo lo que sale de la norma le es interesante. Las tradiciones no cuentan siempre lo que sucede, sino que se refieren en casi todos los casos a hechos excepcionales, mantienen al lector en vilo, siempre le arrancan sonrisas y le hacen meditar sobre un pasado del que no hay muchas razones para sentirse orgulloso. Nos va diciendo su visión desolada sobre lo que fue el país durante el virreinato.

En una de sus más hermosas tradiciones, «Lope de Aguirre, el traidor», describe a los conquistadores como un grupo de desalmados: «Fecundísimo en crímenes y en malvados fue para el Perú el siglo XVI. No parece sino que España hubiese abierto las puertas de los presidios y que, escapados sus moradores, se dieron cita por estas regiones». En otro relato, podemos leer cómo el gobernador del Cuzco, Cosme García de Santolaya, hace castigar a un joven que no lo había saludado en la calle. Algunos críticos lamentan que Palma no nos haya dejado alguna novela y especulan sobre cómo habría aumentado su fama con la ficción «Los marañones», salida de su pluma y perdida en Miraflores a raíz del asalto que sufrió en su casa durante la ocupación de Lima en la Guerra del Pacífico. Esto no pasa de ser una ucronía que no nos conduce a ningún lado, pero que nos sirve para decir que la novela peruana de calidad del siglo xix no es ninguna de las que bajo ese rótulo circulan, sino más bien las propias Tradiciones peruanas, que nos dan una imagen total de lo que consideramos el Perú a lo largo de varios siglos, con una cautivante prosa que encandila a los lectores, los gana para siempre y los hace volver una y otra vez a sus hermosas páginas. Las ficciones de Palma no sustituyen a la historia, sino que la complementan, permanecen en nuestra memoria como símil de los años postreros del Imperio Incaico, de los tumultuosos siglos del virreinato y como representación vívida del primer siglo de la República. Palma lleva a sus escritos la delicada trama de los hechos cotidianos de la gente que no parece importante, pero que va tejiendo la vida de una sociedad. De este modo, fomenta el interés por la clase media que tan bien conocía y, al mismo tiempo, promueve la idea de que se está gestando el Perú del futuro sobre los hombros de este grupo social. Palma dedica, en términos estadísticos, poca atención a la conquista y más a las guerras civiles que le sucedieron y, mucho más, a la sociedad colonial que se fue asentando en medio de tantas disputas. Su interés por las figuras que no estuvieron en el bando vencedor, como los almagristas de «Los caballeros de la capa» que asesinaron a Pizarro, es simbólico. Esa imagen permanece en toda su escritura, induce a sus lectores a pensar que poco ha cambiado desde los primeros tiempos de la presencia española en el Perú: la barbarie está presente durante toda la colonia y en el tiempo republicano. Escribe: «Caídos y levantados, hartos y hambrientos, eso fue la colonia y eso ha sido y es la república. La ley del yunque y del martillo imperando a cada cambio de tortilla».

Se le ha atribuido a Palma haber reforzado el mito de que Lima es el Perú, debido al lugar central que la clase media ocupa en sus escritos; sin embargo, esto no pasa de ser una afirmación baladí. Palma quiere ver al Perú como una totalidad, se refiere al mundo incaico con profundo respeto, como puede verse en la tradición «Los incas ajedrecistas» que ensalza la habilidad de Atahualpa para el juego de los escaques, critica la explotación de los indios y denuncia la discriminación y la explotación racial. Como escritor de ficciones, hay que verlo dentro del proceso literario peruano que empieza en el Inca Garcilaso y en Guamán Poma de Ayala, se continúa en él mismo, y es vigoroso antecedente de lo que serían en el siglo xx novelistas como Enrique López Albújar, Ciro Alegría, José María Arguedas, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Miguel Gutiérrez, que han construido en sus escritos un Perú simbólico sobre el que nos levantamos día a día para construir el país que soñamos. Sin embargo, hay que matizar: el Perú que sueña Palma es básicamente costeño y, de alguna manera, serrano, pero en muy pocos casos se adentra en nuestra selva, salvo en las referencias históricas a Lope de Aguirre. No nos parece cierta la afirmación de que Palma imagina la historia peruana sin mayores conflictos. Quien ha hecho un personaje central de sus preocupaciones literarias a un Lope de Vega o a un Francisco de Carbajal, individuos que prácticamente vivían y dormían con la espada en la mano, no puede ser juzgado como un tranquilo abuelo que juega al tresillo con sus nietos y que en sus narraciones busca solamente hacer sonreír a sus contertulios.

Si Palma solo hubiera hecho lo que hemos narrado en estas apretadas páginas, sería sin duda un modelo de escritor que merecería aprecio de sus lectores de antaño y hogaño. Pero él fue más lejos y se transformó en un ciudadano ejemplar. Es interesante observar cómo, desde su oficio de escritor, se fue deslizando de manera imperceptible en asuntos de interés colectivo que ahora mismo llaman la atención. Nadie duda de que Palma tenía un dominio excepcional de la escritura y no se ha documentado cómo lo fue adquiriendo, puesto que no frecuentó la universidad y destacó, más bien, en las artes de la contabilidad. Pero fue un académico y le correspondió el honor de presidir la formación de la Academia Peruana de la Lengua en 1887. La Real Academia Española se fundó en los albores del siglo xviii y se consagró en sus primeros tiempos a la elaboración del que se llamaría el Diccionario de autoridades. Hubo un presbítero peruano, Diego de Villegas y Quevedo, quien fue encargado de revisas la letra «M» del libro que se estaba preparando y aprovechó esa circunstancia para introducir algunas palabras de uso corriente en el Perú en el docto volumen. Así, de manera práctica, aparece algo que es moneda corriente en los estudios lingüísticos de hoy: el derecho de cada comunidad a manejar la lengua heredada según su leal entender y a modificarla según sus usos y costumbres.

Palma recoge el espíritu de Villegas y Quevedo y, siendo un creador de fuste, lo canaliza y le da forma. Vivió la paradoja de ser un partidario de la república y el deseo de mantener los lazos culturales con España a través de la lengua; defendió la unidad idiomática del español y tuvo una actitud de diálogo con los académicos españoles, a quienes propuso la incorporación de numerosos neologismos y americanismos. Escribió en «Gazapos oficiales»:

Nunca critico el uso de neologismos porque siempre tuve al Diccionario por cartabón demasiado estrecho. Si para expresar mi pensamiento necesito crear un vocablo, no me ando con chupaderitos ni con escrúpulos, lo estampo, y santas pascuas. Para mí el espíritu, el alma de la lengua está en su sintaxis y no en su vocabulario, y hasta tengo por acción meritoria y digna de loa la que realizan los que con nuevas voces siempre que no sean arbitrariamente formadas, contribuyen al enriquecimiento de aquel. Las lenguas son como los pueblos, rebeldes al estacionamiento.

Palma defiende, en el español del Perú, las voces que proceden de las lenguas originarias de América, aquellas otras que han dejado de usarse en la península, y las formadas dentro del sistema español, pero que han sido creadas en América. Estas preocupaciones aparecen en sus escritos Americanismos y neologismos (1896) y Papeletas lexicográficas (1903). En estos libros, siendo un aficionado, Palma luce conocimientos lingüísticos —por lo menos— iguales a los de su ilustre antagonista Pedro Paz Soldán y Unanue, llamado Juan de Arona, y tiene también prejuicios al juzgar a los miembros de las naciones originarias, que forman, por otro lado, parte de la ideología liberal de la época; sin embargo, en su práctica tanto escritural como ciudadana, Palma defiende el derecho de los peruanos a usar la lengua española según su leal entender.

Es conocido que, en 1892, Palma, llevando la representación de la Academia Peruana de la Lengua, tuvo una controversia con los académicos españoles a propósito de la incorporación de nuevos vocablos al diccionario de la institución: ninguna de las palabras que propuso fue aceptada, pues se les consideraba provincialismos. En los hechos, Palma fue derrotado, pero ha triunfado con el tiempo, pues todos los vocablos que propuso forman parte del acervo de la lengua en la actualidad. Más todavía, la propuesta de Palma tuvo otras formas de materialidad. Con la fundación de la Asociación de Academias de la Lengua Española, en México, 1951, las Academias Americanas se pusieron en pie de igualdad con la Española en el común derecho de hacer diccionarios. Hoy en día, todas las Academias hacen el Diccionario de la lengua española; se ha creado, además, otro volumen, el Diccionario de americanismos (2010), que tiene la misma validez que el primero. Cada país de habla española tiene un diccionario de sus propios vocablos que están considerados parte de la lengua franca en los linderos de cada nación. Con el tiempo, pues, Palma ha triunfado en toda la línea y su retrato, colocado en el despacho del Secretario General, simboliza la unidad y la diversidad de la lengua española.

Queda todavía reseñar una actividad ciudadana de Ricardo Palma: la puesta en actividad de la Biblioteca Nacional, saqueada durante la Guerra del Pacífico. Convertido en su director, Palma fue merced a su gran prestigio intelectual, obtuvo aquí y allá, en el Perú y en el extranjero, nuevos libros que constituyeron un renovado fondo que sirvió de base a la Biblioteca Nacional. Hoy, esta luce lozana y eficaz, al servicio de los ciudadanos; ha sabido sobreponerse a aquella y otras desdichas, como el incendio de 1943, y cuida la memoria de Palma como la del gran reconstructor. Palma murió en su casa de Miraflores el 6 de octubre de 1919, rodeado del afecto de propios y extraños. Lo queremos mucho y lo demostramos de la mejor manera: leyéndolo.

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